Cuando el Almirante Cristóbal Colón vino por primera vez a América trajo el idioma de los españoles, ese castellano lozano que llevaba cinco siglos de vigoroso crecimiento como lo atestiguan las glosas emilianenses que hoy mismo son orgullo del convento de San Millán de la Cogolla. Era ese idioma uno de los más vigorosos hijos del latín, pero fenicios, ligures, celtas, vascos, griegos, germanos, visigodos, le habían dejado su huella, la marca de sus pronunciaciones, parte de su léxico, en especial sus topónimos. Y tenía una característica que lo diferenciaba totalmente de los otros idiomas romances, sonidos guturales, pronunciados en el velo del paladar, en la faringe o en ocasiones especiales en la misma glotis, que venían de un idioma totalmente diferente, no europeo, el árabe. Llevaban los árabes, en ese momento de su expulsión de España, en 1492, siete siglos en la península. ¿Cómo podían no haber influido en el idioma que se estaba forjando? Lo hicieron y de muy enérgico modo. Azúcar, almohada, aceite nos hacen repetir los profesores desde la escuela primaria para que se nos graben las palabras españolas que provienen del árabe. Madrid, Granada, repiten nuestros sueños.